HOJA DE SALA
Propasar lo normativo nunca fue fácil, sobre todo para aquel José Antonio Vallejo (Madrid, 1984) de los ochenta al otro lado de la entonces insondable M40. Su vitalidad no tuvo otra que el entretenimiento con su juguete favorito y el refugio en un mundo interior. Desde sus comienzos cumplió decididamente el propósito artístico de Gautier, sus obras son traducciones en clave simbólica de una realidad onírica construida con elementos de felicidad y anhelos, que satisfacen la necesidad de libertad, naturalidad y consuelo.
Frente a una conciencia social, que nos olvida como individuos únicos, el ejercicio de Vallejo, al buscarse a sí mismo y contárnoslo en cada obra, nos demuestra que nuestro interior nos convierte en seres excepcionales. En cada trabajo confiesa su individualidad a la sociedad diversa del siglo XXI, evidenciando que una personalidad optimista, sólida y rica en referentes es la mayor de las fuerzas.
En un momento muy interesante de su trayectoria, a través de “Caramelos y chicos malos”, José Antonio Vallejo nos invita una vez más a viajar de lo cotidiano y personal a lo trascendente y universal desde su mundo. Marcándose un punto de inflexión, revisa aquí las claves de su estilo: su reconocible imaginería, símbolos habituales y series temáticas. Todo ello ha experimentado ahora una suerte de fusión, logrando una mayor fuerza de impacto y forjando una poética visual tan íntimamente sujeta a las circunstancias personales del autor, como abiertamente familiar para los espectadores.
Al agrupar las obras en nebulosas metafóricas de lo imaginativo, esta exposición se despliega a modo de reunión espontánea de recuerdos, donde cada dibujo se ofrece como una creación irrepetible y también como una porción de una obra mayor, su mundo. Pese a la sensibilidad imperante, en Vallejo no hay nihilismo ni añoranza, sino sobredosis de inquietud, ilusión y lucidez estimulada por la experiencia personal. Cada pieza nos revela un ambiente a veces fantástico, realista, irónico, incongruente, morboso o antipático, pero siempre inesperado. Lejos de resultar excluyente, nos hechiza con ese espíritu fascinante que le empujó a crear otra realidad de niño y a mantenerla de adulto como la capacidad más sorprendente del ser humano.
En cada obra, como autoridad suprema de su mundo, Vallejo se permite exprimir su iconografía de personajes y objetos para extraer la riqueza de sus significados, jugar al desconcierto y tocar el inconsciente. Las escenas carecen de paisajes para encuadrarse en espacios metafísicos, donde asisten lo profundo, lo atractivo y lo perverso, aunque en ocasiones el literario bosque parece arrancar un “érase una vez”. Las fiestas son sexualmente explícitas y aparentemente absurdas, McDonald es un exvoto a la diversión, los fantasmas turban como malos augurios, el maniquí inquieta, Zeus es hipócrita y las golosinas y peluches nos sosiegan. Dueño de su cosmos, deforma las figuras como si de un fenómeno natural se tratase para declamar lo íntimo. Lo contradictorio, lo prohibido y lo amable se congregan en “alucinaciones gráficas” provocadas por la imaginación de quien busca respuestas frente a uno mismo y a la situación que le rodea. Con todo ello, un Vallejo intelectual se recrea en el esperpento valleinclaniano que todo buen madrileño posee, ilustra perfectamente la teoría de Nietzche sobre el mundo interior, lo fabula cual Boticelli y nos lo inculca como el caprichoso Goya.
La meticulosidad hace de la técnica un manifiesto existencial. No renuncia a influencias tradicionales ni a las raíces clásicas para la representación subjetiva de hechos que podrían ser aparentes, pero que descubiertos se manifiestan como binomios de presente/futuro, realidad/fantasía, sueño/odio. Vallejo ejecuta con pasión decorativa; es sofisticado en la supremacía del dibujo, lúcido en el orden compositivo, claro en la intención narrativa y audaz en la confrontación cromática. Formas simples, contornos marcados, contrastes intensos, símbolos y escenas de cuento y vida arman un estilo único que va intrínseco a su firma y que se reconoce como distintivo del autor.
Ni visión ni reproducción, el arte de Vallejo es producto del intelecto. Devuelve metódicamente alegorías infantiles a un presente adulto, que necesita reafirmación para resolver los enigmas, inquietudes y deseos diarios. La contemplación estética y la lectura de símbolos propician la introspección a través del fetiche, del humor, del placer y del miedo. La exposición nos enseña que el mundo interior con sus asociaciones, por muy ilógicas y vergonzantes que nos resulten, contribuye a vencer la opresión psíquica y social. Vallejo es claro y su arte una invencible arma para sustituir los prejuicios por el ánimo de vivir.
José León Calzado